miércoles, 15 de mayo de 2013

Saliendo de en medio de ellos: La Santidad

Por: Kenneth Matarrita



San Francisco de Asís, San Luis IX, San Ignacio de Loyola, Santa Juana de Arco, San Vladimir de Kiev. Tal vez haya escuchado algunos de estos nombres alguna vez. En cambio que otros le sean extraños, e incluso hasta cómicos. Incluso puede que no haya escuchado ninguno de ellos. Pues estas personas sí existieron en algún momento de la historia. Fueron personas comunes y corrientes tal como lo somos cada uno de nosotros. Y la lista de santos nombrados por la iglesia Católica Romana es inmensa, tanto así que no hay un número exacto.

Nosotros como cristianos miembros de la iglesia de Cristo, sabemos muy bien que estas personas no tienen mayor valor ni importancia ante los ojos de Dios, y que si llevaron vidas piadosas no hicieron nada más que lo que cada uno de nosotros tiene como responsabilidad. Y también sabemos que ante Dios nosotros hemos de ser santos, sin necesidad de que una religión nos nombre como tales, ya que el nombramiento lo recibimos directamente de Dios.

Sin embargo, muchas veces ignoramos qué es la santidad, como se alcanza, y como mantenerla. Así que en esta edición estaremos hablando de ese tan importante y muchas veces ignorado tema: La Santidad.

Tan común como ser santo, ¿o no?
La idea de santidad es muy común entre muchas religiones, más allá inclusive del cristianismo, el catolicismo o el judaísmo. Muchas sectas e ideologías ven la importancia de una vida santa, como algo necesario para alcanzar un nivel elevado de comprensión de la vida. Otros como mismo requisito para alcanzar el cielo, y llegar a un éxtasis de espiritualidad. Aún siendo esto así, su idea de la santidad sigue siendo errónea, ya que muchas veces la toman como único prerrequisito para alcanzar la salvación y la vida eterna. Teniendo un elevado nivel de santidad, lograran llegar a la misma presencia de Dios, sin que Él tenga absolutamente nada que ver en ese proceso de salvación.

La Biblia nos enseña el verdadero significado de la santidad. Si nos dirigimos al Huerto de Getsemaní, en esa noche en la que Jesús estaba orando al Padre, veremos que una de Sus peticiones fue la santidad de nosotros sus creyentes. “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad.” (Juan 17: 15-17). Esta oración es la esencia de la santidad. Ahora profundicemos en el tema. Para ello nos dirigiremos al libro de 2 Corintios 6: 17-7: 1., que le pido hermano lea detenidamente antes de continuar con la lección.
La santidad tiene dos significados básicos. El primero es ser puesto aparte. Es como tener una canasta con 5 manzanas, y dos de ellas son puestas aparte de las otras 3. En cierta forma puede decirse que fueron santificadas. El segundo significado es ser diferente. Siguiendo con el ejemplo, las 2 manzanas que fueron puestas aparte, deben ser distintas de las otras dos en alguna o todas las características, sea sabor, textura, color, etc. Una tercera idea cabe destacar. Si resultara que esas 2 manzanas seleccionadas son iguales a las otras 3, no hay razón de mantenerlas aparte de las otras. Si no hay punto de diferencia, pueden volver al canasto del cual fueron sacadas. Y aún otra idea a resaltar en este ejemplo es que, en un principio, esas 2 manzanas fueron seleccionadas sin tener mérito alguno, ya que quien las escogió no sabía como estaba la pulpa, la parte interna de la manzana. De nada habría servido que se guiara por la mejor apariencia de alguna de ellas, ya que talvez por dentro pudieran tener un gusano.

Una vez analizado este ejemplo, podemos ahora sí hablar más técnicamente. La santidad significa ser puesto aparte, ser diferente. El cristiano, antes de su conversión, en nada se diferenciaba de las demás personas que viven en este mundo. Aunque no fuera de ese tipo de persona cruel, violenta, o degenerada, pero talvez era del tipo que simplemente vivía por vivir, sin hacer daño a nadie, preocupándose nada más por sí mismo, y sus seres queridos más cercanos. Incluso cuando muchas personas dicen ser diferentes por su forma de vestir, por la música que escuchan, por el deporte que siguen, por su trabajo, su carrera, etc., sin embargo siguen siendo parte del montón. Y de estos tipos de personas existían y existen muchos en el planeta, por lo que seguirán siendo tan comunes y corrientes como el resto de la gente.

Sin embargo, el día que decidió entregar su vida a Cristo, y demostrar su compromiso con Dios a través de las aguas del bautismo, todo cambió. Dejó de ser un común ser humano pecador, a ser uno de los salvos por la sangre de Jesús. Dejó de ser cualquiera, a valer mucho. Dejó de formar parte del montón, a formar parte de la iglesia de Cristo, el reino de Dios en la Tierra. Ahora ya no es más un o una simple contador, comerciante, electricista, maquillista, profesor, abogado, músico, agente de ventas, ingeniero, arquitecto, ama de casa, padre de familia, metalero, reguetonero, emo, surfo, futbolista, etc., etc. Ahora es un hijo de Dios, adoptado por Dios mismo a través del pago hecho en la cruz por la sangre de Cristo. “Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna. Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro.” (Rom 6:22-23)

Ahora hemos sido puestos aparte. Hemos pasado de la canasta donde estaban todas las demás manzanas, a las manos del mismísimo Creador. Y aún cuando seguimos conviviendo día con día con esas personas que no han entregado su vida a Cristo, y aún cuando nuestra apariencia física sigue siendo la misma, y aún cuando “este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día.” (2 Corintios 4: 16) El ser humano sin Cristo cada día envejece y degenera más tanto física como espiritualmente. En cambio el cristiano comprometido siente cómo conforme pasa el tiempo, va cambiando su mentalidad, su forma de ser, de llevarse con las demás personas, de ver la vida, de ver los problemas, de manejar las responsabilidades, todo va cambiando dentro de sí, acoplándose a la voluntad y propósito de Dios. Llegará un día en el que pueda ver a su pasado y notar cuanto ha cambiado, y cuantas cosas han quedado en el olvido. Todo esto es el proceso de santificación en la vida del creyente.

Cabe señalar, tal como el ejemplo de las manzanas, que no hubo mérito alguno para ser puestos aparte. Tan sólo con comprender que ser parte del montón no llevaba a ningún lado, y que no tenía provecho alguno, y que al contrario solo nos llevaría a una vida sin sentido, sin rumbo, y a la perdición eterna, y luego de eso, desear un cambio, pero reconocer que por sí mismo no se puede lograr, que se necesita de Alguien superior que nos haga cambiar y tomar el rumbo correcto de la vida, que por fin se llegará a ser lo que se debía ser de un principio, y con esto claro hacer lo que ese Ser Superior diga que se debe hacer, es así como se entra en santidad y comunión con Dios. Pero Dios nunca se fija en la apariencia externa, en nuestra madurez, nuestra sabiduría, nuestra posición social, o incluso si somos menos o más pecadores que el resto, ya que sabemos que ante los ojos de Dios no hay mejores ni peores personas. Si nos dirigimos a 1 Corintios 1: 25-31, encontraremos que, más bien a los más indignos, a los más inmerecedores de salvación, fue a los que escogió, ya que “…lo necio del mundo escogió Dios para avergonzar a los sabios;  y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia.”

El llamado a la santidad
La santidad no es un privilegio de unos pocos, es un derecho que tenemos todos como creyentes. No es únicamente para los miembros de una iglesia en particular, por más que esta profese ser la verdadera. Tampoco es privilegio de los de clase social más alta, los más adinerados, los más famosos y reconocidos. Ni aun cuando podría parecer que es más fácil para los más pobres vivir en santidad, esto es así. Tampoco es privilegio de quienes son más estudiosos o preparados, que se les haga más fácil entender la Biblia. Nada de lo que se tenga o no se tenga sobre la tierra puede hacer más fácil, o hacer que se sea más merecedor de santidad. La verdad es que nadie merece más o menos el favor de nuestro Dios.

No obstante, es también responsabilidad de todos los creyentes aspirar a ser santos. Sin importar la edad, ni el conocimiento, ni la madurez que se tenga, o aún los años en la iglesia que se lleve, es responsabilidad de todo cristiano esforzarse por una vida santa y piadosa, siempre recordando que no es algo de lo cual deba afanarse por alcanzar por sí solo, sino que Dios mismo se hace cargo de ello. Recordemos: Dios nunca nos va a pedir hacer nada que Él mismo no nos capacite para hacer. Ese es el significado de Filipenses 4: 13: “Todo lo puedo EN CRISTO que me fortalece.”

Ahora bien, ¿Cuál es el propósito de la santidad? ¿Por qué es tan necesaria e importante en la vida del creyente? Dice Heb 12:14: “Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor.” Es claro que Dios al ser santo, santo, santo, no puede congeniar ni estar en sintonía con ninguna especie de mal o pecado. Sabiendo esto, y sabiendo que nosotros mismos nunca íbamos a alcanzar la pureza para poder estar ante su presencia, ideó el proceso de justificación llevado a cabo por Cristo en la cruz. Ahora “…la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado.” (1 Juan 1: 7). Y ya con el problema resuelto, podemos venir a Su presencia completamente confiados.

Sin embargo, no se trata de algo milagroso e instantáneo. La santidad es algo que se trabaja día con día, por el resto de nuestras vidas. La Biblia insiste en que la obra de Cristo en nosotros es un constante perfeccionamiento. “Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna.” (Rom. 6: 22)
En el jardín del Edén, el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios (Gén. 1: 26). Sin embargo, debido a la entrada al mundo del pecado, esta imagen fue perdida, y el hombre degeneró. Pero ahora, con la venida al mundo de Cristo, esa imagen nuevamente se hizo posible alcanzar, solo que ya no de una manera instantánea, sino a través de ese proceso de santificación llevado a cabo a través de toda la vida en el creyente. Y la imagen a la cual está siendo formado no es otra que la de Cristo mismo. “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor.” (2Co 3: 18) ¡No es acaso esto algo maravilloso! ¡El propósito que Dios tiene en mente para nosotros, es que lleguemos a ser como Cristo mismo! ¡Gloria sea al Señor!

El agente santificador
Como dijéramos anteriormente, el propósito de Dios en la vida del creyente, una vez este se ha bautizado y se mantiene fiel a Dios, es su santificación, y este es un proceso que se lleva a cabo dentro de sí mismo, transformando su mentalidad y su comportamiento según la voluntad de Dios, haciéndole cada vez más semejante a Cristo mismo. Pero, ¿cómo es esto posible? ¿De qué manera es que Dios hace esa obra en nosotros? Ciertamente no sentimos nada especial dentro nuestro, ninguna voz que nos hable al oído, ninguna fuerza sobrenatural que mueva nuestras manos, o paralice nuestros pies. Tampoco tenemos una visión sobrenatural, donde todo el mundo se detenga, y una luz resplandeciente del cielo nos deje ciegos. Dios hoy no trabaja de esta forma, por más que muchas personas insistan en que sí es así. Por el contrario, la forma de trabajar de Dios es completamente silenciosa, y siempre pasa inadvertida, al punto que nos acostumbramos a ver sus maravillas y dejamos de percibirlas. Es como el crecimiento de una planta, que sembramos una semilla un día, y al otro día sigue sin verse, y al siguiente día está igual. Pero al volver una semana o dos después ya se ven los brotes. Podemos compararlo también con el soplido del viento, que no lo vemos de donde viene ni hacia donde va (Juan 3: 8), pero sí sabemos que está presente.

De esa misma palabra de la que se traduce “viento”, es la misma de la que viene “Espíritu”. Y es ese El encargado de nuestra santificación: el Espíritu Santo. Como sabemos, desde el momento en que nos bautizamos recibimos el don del Espíritu Santo (Hec. 2: 38). Esto quiere decir que ahora Él mora dentro de nosotros, obviamente en una forma espiritual, tal cual Él es, un Espíritu. No sentimos su presencia dentro de nosotros, ni observamos ninguna acción sobrenatural en nuestro cuerpo, pero podemos estar seguros de Su presencia dentro nuestro SIEMPRE. Sea donde sea, sea el momento cual sea, ahí está dentro de nosotros.
Y no se trata de un huésped pasivo. No. Antes de Su crucifixión, Jesús dejó muy claro cual iba a ser la obra del Espíritu. “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros… Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho… Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio… Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir.” (Juan 14: 16-17, 26; 16: 8, 13)

 “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios.” (1 Cor. 6: 19, 20). Cuando estamos dentro de un templo católico, ¿Cómo nos comportamos? ¿Acaso salimos corriendo o pegamos gritos? No verdad. Tenemos el máximo respeto, ya que es un lugar de reverencia hacia Dios. ¿Cuánta reverencia hemos de tener hacia nuestro propio cuerpo, siendo este templo del Espíritu Santo?  El Espíritu Santo es como una persona, puede hacerse sentir mal (contristarlo, Efesios 4: 30) y apagarlo (1 Tes. 5: 19), esto al ignorarlo, ponerlo aparte, y no valorar su presencia dentro nuestro. Así como una persona que desea y se preocupa por nuestro bien, y que al ser ignorado deja de insistirnos, de igual forma si nosotros no apreciamos su obra, puede llegar el peligroso punto de que deje de trabajar en nosotros y nos estanquemos espiritualmente. Dios nos libre de tal situación.

Algo que se debe destacar, y es de vital importancia, es que el Espíritu no nos santificará por sí solo. Debe de tener a mano las herramientas para poder trabajar, y debe tener a su vez un constante alimento de Su fuente, Dios mismo. Sus herramientas son: la lectura y estudio de la Palabra, puesto que Él mismo la inspiró, sabe perfectamente como usarla en nuestro favor. Puede que a nosotros nos parezca extraño como por leer puede cambiar nuestro carácter, pero para quien lo ha experimentado sabe que esto es absolutamente verídico, ya que al final de cuentas la lógica de Dios no es la nuestra. Además debemos entender que la Biblia es pura sabiduría divina, y es una guía infalible ante cualquier situación que nos encontremos. La Palabra de Dios no falla. La oración: como dijéramos anteriormente, el Espíritu Santo es de Dios, ya que también es Dios mismo. Además, es el mismo Espíritu que descendió sobre Jesús en forma como de paloma, y fue el que le capacitó para hacer tan grandes obras en Su ministerio en la Tierra. También fue el que le fortaleció para hacerle frente a todo el sufrimiento, y posterior muerte en la cruz. Y más aún, fue El medio por el cual Dios le resucitó al tercer día de Su muerte. ES EXACTAMENTE EL MISMO ESPÍRITU DE JESÚS EL QUE HOY MORA DENTRO NUESTRO, Y NOS TRANSFORMA A ESA MISMA IMAGEN.  Y así como Jesús siempre mantuvo una constante comunión con el Padre, ya que sabía que sin Él no sería capaz de enfrentar lo que debía, de igual forma nosotros debemos vivir en una total y completa dependencia de Dios, y mantener esa misma constante comunión con Él, dirigiéndonos en oración cada vez que haya oportunidad. “Orad sin cesar, dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús.” (1 Tes. 5: 17, 18).

El compromiso
“Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo.” (1Ts 5:23) Queda pues claro, que hay una gran responsabilidad que recae sobre nosotros, pero que no es nada que nosotros no podamos hacer. Se trata simplemente de mantener un compromiso y un interés constantes por mantenernos en santidad ante Señor. De velar fielmente por no hacer las cosas que a Dios le desagradan, sino al contrario cultivar los frutos del Espíritu (Gal. 5: 19-21) cada día en toda circunstancia, y vivir cada momento conscientes de Su presencia dentro de nosotros SIEMPRE, hagamos lo que hagamos, pensemos lo que pensemos, digamos lo que digamos, Dios siempre está presente en nuestra vida. Y al final de cuentas, algo que no a muchos les gusta escuchar y pensar, pero que al final de cuentas es una completa realidad es lo siguiente: “Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo.” (2 Cor. 5: 10).

IMPORTANTE: NO SE TRATA DE QUE NO PEQUEMOS. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros.” (1 Juan 1: 8). Nadie en esta vida podrá decir que ya no peca, el Único Ser Humano sobre la tierra que nunca pecó fue Jesús. De lo que sí se trata es de reconocer eso, que somos humanos imperfectos que pecamos, pero que “si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el Justo.” (1 Juan 2: 1) Así que, cuando nos demos cuenta de que pecamos, no perdamos el tiempo, vayamos directamente a Dios completamente arrepentidos por haberle fallado, pidamos perdón con corazón sincero, y pidamos que ese no sea impedimento para mantener nuestra comunión con Él. Que siga trabajando, haciendo esos cambios que nosotros mismos no podemos hacer, y haciendo que cada vez pequemos menos. Que ese proceso de perfección siga día con día, hasta el momento que ya estemos listos para gozar de Su maravillosa y gloriosa presencia. Mientras sigamos haciendo esto, y hagamos nuestra parte colaborando con el Espíritu, esta realidad se hará más cercana día con día.

Queda algo más por decir:
Efe 4:22-24: “En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos, y renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad.”
1Ts 4:3-7 “…pues la voluntad de Dios es vuestra santificación; que os apartéis de fornicación; que cada uno de vosotros sepa tener su propia esposa en santidad y honor; no en pasión de concupiscencia, como los gentiles que no conocen a Dios; que ninguno agravie ni engañe en nada a su hermano; porque el Señor es vengador de todo esto, como ya os hemos dicho y testificado. Pues no nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a santificación.”
Col 1:21-23 “Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él; si en verdad permanecéis fundados y firmes en la fe, y sin moveros de la esperanza del evangelio que habéis oído, el cual se predica en toda la creación que está debajo del cielo…”
El futuro para el creyente piadoso y esforzado en su santidad, es simplemente indescriptible: “Y habrá allí calzada y camino, y será llamado Camino de Santidad; no pasará inmundo por él, sino que él mismo estará con ellos; el que anduviere en este camino, por torpe que sea, no se extraviará.” (Isa 35:8)
Gloria sea a Dios en las alturas, y en la tierra alabanza al Creador. Bendiciones hermano (a).



Distancia en la relación de pareja


Por: Mateo Martínez

Las  experiencias que la vida nos va dejando nos ayudan a reforzar nuestro carácter, modificar costumbres, a darle importancia a nuestros valores, aprendemos a valorar nuestros sentimientos y los de las personas con quienes vivimos o interactuamos. Estos son elementos enriquecedores en el desarrollo humano.

Por igual, hay experiencias muy dañinas, estas afectan nuestros principios y valores, atacan nuestra sensibilidad y ponen a prueba el amor, la prudencia, la humildad, la consideración, la compresión, y en muchas ocasiones, el respeto por nosotros mismo y por los demás. Pueden ser un veneno mortal a nuestros compromisos espirituales, sentimentales, social y físico. Atacando directamente nuestra integridad.

En este sentido, quiero compartir contigo la experiencia de la distancia en la relación de pareja.

El creador nos ha hecho para que vivamos en comunidad, no fuimos creados para vivir solos, fuimos hecho para convivir, compartir, interactuar, aprender, relacionarnos, amar y ser amados, ayudar y ser ayudados, expresarnos y que nos escuchen, preguntar y tener alguien que nos responda, preocuparnos por alguien y tener quien lo haga por nosotros. En fin, El Eterno pensó lo mejor para nuestra existencia en esta vida.

Cuenta la Biblia que después de creado los cielos, la tierra y todo ser viviente sobre ella, entonces creó Dios al hombre, pero al verle, noto que estaba solo y de la costilla del hombre creo a su compañera, la mujer (Génesis 1 y 2). Aquí inicia la relación de pareja, y la clave en esta relación nos la deja el mismo Dios en Génesis 2:18, cuando dice… ‘’No es bueno que el hombre este solo…’’

Pueden existir diversas razones por las cuales tengamos que separarnos o distanciarnos de la compañera o del compañero, pero esas razones no están  por encima de la voluntad de Dios en la relación de la pareja. El creador no deseó eso en esta relación, pues cuando creó al hombre estableció el matrimonio con el sagrado propósito de que estuvieran juntos, (Mateo 19:6).  El hombre y la mujer cuando se unen en matrimonio, se unen para estar juntos, no para vivir separados o distanciados.

De todos los enemigos del matrimonio, el que más está atacando hoy día es la ocupación. Ambos conyugues tienen responsabilidades que cada día van dejando menos tiempo a la relación de pareja. Muchas parejas viven distanciadas aun viviendo en el mismo techo, pues las ocupaciones diarias son tantas que no dejan el espacio necesario para la comunicación, las interacciones interpersonales, el desarrollo conyugal y familiar. Factores como estos están matando las relaciones de parejas.

Imagínese cuánto daño le hace al matrimonio cuando por una situación ajena a la voluntad de uno de los conyugues y por las mismas ocupaciones o circunstancias de la vida, tienen que distanciarse. Por ejemplo: la enfermedad de un familiar, un trabajo o un viaje inesperado. El efecto de la distancia es una experiencia no gratificante en el matrimonio.

Esto me hace recordar cómo funciona el fuego, y es que para mantener sus llamas encendidas es necesario mantener el combustible necesario, de lo contrario puede apagarse y su calor desaparece o desvanece. Si el combustible es la madera, necesitamos mantenerla juntas. Si es algún material fósil, necesitamos que sea el adecuado, el que cumpla con las características de mantener el fuego encendido.

Ningún fuego puede arder por mucho tiempo si no hay el combustible suficiente. Así sucede en el matrimonio. Para que la pasión, el amor, los sentimientos, y todo ese combustible emocional que lo forma se mantenga, los cónyuges necesariamente deben permanecer juntos.

Esto me hace recordar que en el plan de Dios, según Génesis 2: 24, cuando el hombre y mujer se unen en matrimonio son una sola carne. En un cuerpo, sus miembros no pueden estar separados, de estarlo, dejan de pertenecer a ese cuerpo. Así también el matrimonio.

¿Cuáles son las perdidas por el distanciamiento?
  1. Como el fuego, necesitamos combustible para mantener la llama de la relación encendida. La pasión, esos pequeños y gratos momentos de ternura, esa delicada mirada, esas palabras de aliento, de amor, esos movimientos de aprecio y comprensión, ese pequeño detalle de una simple ‘’gracias’’, esa sonrisa de un yo te amo, esas palabras o besos de bienvenida al llegar a la casa después de un día de trabajo, incluso, hasta los mismo pequeños  conflictos. Esos detalles se pierden  en la distancia.
  2.  Como el fuego, necesitamos una chispa para mantener la llama del amor encendida, este por la madera que lo anima a no apagarse y en el matrimonio, el amor que los une. La distancia enfría esa chispa. Si las maderas no están juntas, el fuego se apaga. Así también sucede en la relación de pareja.
  3. Como el fuego, el combustible necesita tener ciertas características que le beneficien, si es madera, no puede estar húmeda  o verde, necesita estar seca, en las condiciones necesarias para mantener las llamas del fuego encendidas. Así también en el matrimonio. La distancia humedece la relación y las llamas del amor poco a poco se debilita y se apaga. Esos momentos en los cuales uno de los conyugues quiere compartir con el otro, esos momentos de espontaneidad, la distancia lo elimina
  4.  La distancia enfría el compañerismo, la soledad se apodera de los conyugues, pues ya no existe la misma comunicación del día a día, y poco a poco cada uno se va adaptando a la separación. Se van descuidando los afectos, las emociones, la relación, el cariño y desaparece ese primer amor.
  5. La distancia hace que los conyugues busquen sustituir la relación. Cada uno busca donde refugiarse, sea en el trabajo, en los estudios, o incluso, buscando otra pareja. y de esto quiero hablarle en otra entrega.

Reflexionemos por un momento, ¿Cómo nos estamos distanciando de nuestro cónyuge?


Cuando conocemos a esa persona especial, con la cual nos gustaría pasar el reto de nuestra vida, hacemos planes, soñamos y nuestra existencia comienza a tener un sentido. Es cuando empezamos a pensar en una dimensión fuera de nuestra individualidad.

Nuestros pensamientos y acciones son puras expresiones de nuestros sentimientos. Y en ellos solo existe la esperanza de amar y ser amado por esa persona que hemos conocido.

En nuestra mente no hay espacio disponible para pensar en estar alejado de ella o del de él. Jamás pensado como seria nuestra vida si esa persona no está. Y es que no hemos hechos planes para estar separados. Solo nos hemos preparado emocional y sentimentalmente para vivir juntos a esa ser amado.

En el proceso del cortejo y posteriormente en el tiempo de noviazgo, dejamos de lado evaluar algunos factores que podrían atacar negativamente esa relación, factores existentes, quizás, en el hombre o en la mujer. 



¿Cuál es la norma?

Por: Jorge Cambronero


Queridos lectores y hermanos en Cristo. Vivimos en un mundo que está regido por normas o por reglas. Hay normas como las de marcar una tarjeta para entrar y salir de los trabajos. También hay normas en hospitales, en los bancos, casi que en todo. De hecho también en el comienzo de la historia humana Dios dio normas a Adán y a Eva, en Gén. 2: 16, 17 las encontramos.

“Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comeréis; porque el día que de él comiéreis, ciertamente moriras.”
Y es claro que cuando existen reglas hay que cumplirlas porque sino estaríamos cometiendo una falta grave por la cual podríamos perder el trabajo o recibir un castigo. Y ahora para todos aquellos que creen que pueden ser aceptados por Dios sin Jesús, necesitan enfrentarse a algunas preguntas cruciales. Si creen que pueden llegar al cielo alcanzando cierto grado de rectitud, entonces, ¿Cuál es la norma por la cual deben vivir? ¿Qué es lo que Dios requerirá de ellos?

Muchos dicen: “Yo siento que soy una persona básicamente justa y buena, y estoy dispuesta a presentarme delante de Dios por mi propio mérito.” Pero estas personas fallan al no considerar que las normas de Dios son diferentes a las nuestras. Jesús nos mostró el requisito de Dios para aquellos que luchan por el cielo según sus propias fuerzas, cuando dijo, en Mateo 5: 48: “Sed pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto.” La norma para la persona que desea ser justa delante de Dios es nada menos que perfección absolutamente, no sólo esforzarse o ser sincero, sino guardar irreprochablemente todas las cosas que Dios ordenó al hombre y a la mujer, es decir, a todos sobre la tierra. Claro aquellos que creen que pueden ganar la vida eterna con sus buenas obras, tienen una comprensión errónea de la santidad de Dios y de lo que significa ser justo delante de Él.

Si vamos a establecer una norma de conducta justa, debemos usar la que fue establecida por Jesucristo. Jesús es la única persona cuya vida movió a Dios a decir “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia.” (Mat. 3: 17). Aunque en la Palabra de Dios hay personajes como Moisés, José, Juan el Bautista, Pedro, etc. Dios dijo que Jesús lo era todo, en Él radicaba el amor, la misericordia, la justicia, la humildad, en fin. Él era todo para Dios. Y para disfrutar de la comunión con Dios debemos ser justos como Jesús. La vida de Jesús es la única norma de justicia. Si quiero ser aceptado por Dios, tengo que ser tan justo como Jesucristo. Las Escrituras nos muestran que hay una sola clase de justicia que Dios aceptará: la justicia de Cristo. Así que, deseamos presentarnos delante de Dios basándonos en nuestras buenas obras, debemos entonces vivir una vida que alcance la medida de la bondad que vemos en Jesús.
Pero todos nosotros sabemos que esto es imposible. Nosotros no podemos alcanzar esta clase de justicia. Jesús mismo nos dijo en Mateo 5: 28: “Pero yo os digo, que cualquiera que mire a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón.” También dijo: “Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio.” (Mat. 5: 22). Además dijo “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen, y orar por los que os calumnian. Al que te hiera en una mejilla, presentale también la otra; y al que te quite la capa, ni aún la túnica le niegues. A cualquiera que te pida dale, y al que tome lo que es tuyo, no pidas que te lo devuelva.” (Luc. 6: 27-30). Y también nos ordenó: “Amad pues a vuestros enemigos, y haced el bien, y prestad, no esperando de ello nada…” (Luc. 6: 35).

¿Cómo puede alguien ser así de justo? Al menos yo se que no puedo ser así. Yo fallo. Y yo creo ciegamente que todos los seres humanos fallamos, sin excepción. Pero, ¿significa esto entonces que debemos permanecer por siempre apartados de Dios? ¿O es que no existe una manera en que pueda disfrutar de una comunión con Dios?¿Tenemos que seguir en este vacío, en esta frustración, buscando y tratando de alcanzar algo que jamás podremos obtener?

Si tenemos alguna esperanza de ser perdonados por Dios, tiene que haber otro fundamento que el de nuestra propia justicia. Pablo dice: “Ya que por las obras de la ley ningún ser human o será justificado delante de Él.” (Rom. 3: 20) Las reglas que Dios ha establecido son demasiado estrictas para alcanzar justificación, no podemos sujetarnos a ellas. Nuestra única esperanza ha sido provista en otra forma de justicia. Gracias a Dios que ese principio existe, y se llama gracia. Rom 5: 1, 2: “Justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, por quien tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Porque por gracia sois salvos, no por obras…” Ya lo había dicho antes. Nuestra justicia ahora y por la eternidad es el resultado de nuestra fe en el Hijo de Dios, Jesús. Y si quieren saber más de este asunto, seguiremos en la siguiente revista hablando del tema, que está totalmente basado en el libro de Romanos.
El Señor los guarde siempre. Amén.