San Francisco de Asís, San Luis IX, San Ignacio de
Loyola, Santa Juana de Arco, San Vladimir de Kiev. Tal vez haya escuchado
algunos de estos nombres alguna vez. En cambio que otros le sean extraños, e
incluso hasta cómicos. Incluso puede que no haya escuchado ninguno de ellos.
Pues estas personas sí existieron en algún momento de la historia. Fueron
personas comunes y corrientes tal como lo somos cada uno de nosotros. Y la
lista de santos nombrados por la iglesia Católica Romana es inmensa, tanto así
que no hay un número exacto.
Nosotros como cristianos miembros de la iglesia de
Cristo, sabemos muy bien que estas personas no tienen mayor valor ni
importancia ante los ojos de Dios, y que si llevaron vidas piadosas no hicieron
nada más que lo que cada uno de nosotros tiene como responsabilidad. Y también
sabemos que ante Dios nosotros hemos de ser santos, sin necesidad de que una
religión nos nombre como tales, ya que el nombramiento lo recibimos directamente
de Dios.
Sin embargo, muchas veces ignoramos qué es la santidad,
como se alcanza, y como mantenerla. Así que en esta edición estaremos hablando
de ese tan importante y muchas veces ignorado tema: La Santidad.
Tan común como ser santo, ¿o no?
La idea de santidad es muy común entre muchas religiones,
más allá inclusive del cristianismo, el catolicismo o el judaísmo. Muchas
sectas e ideologías ven la importancia de una vida santa, como algo necesario
para alcanzar un nivel elevado de comprensión de la vida. Otros como mismo
requisito para alcanzar el cielo, y llegar a un éxtasis de espiritualidad. Aún
siendo esto así, su idea de la santidad sigue siendo errónea, ya que muchas
veces la toman como único prerrequisito para alcanzar la salvación y la vida eterna.
Teniendo un elevado nivel de santidad, lograran llegar a la misma presencia de
Dios, sin que Él tenga absolutamente nada que ver en ese proceso de salvación.
La Biblia nos enseña el verdadero significado de la
santidad. Si nos dirigimos al Huerto de Getsemaní, en esa noche en la que Jesús
estaba orando al Padre, veremos que una de Sus peticiones fue la santidad de
nosotros sus creyentes. “No ruego que los quites del mundo, sino que los
guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos
en tu verdad; tu palabra es verdad.” (Juan 17: 15-17). Esta oración es la
esencia de la santidad. Ahora profundicemos en el tema. Para ello nos
dirigiremos al libro de 2 Corintios 6: 17-7: 1., que le pido hermano lea
detenidamente antes de continuar con la lección.
La santidad tiene dos significados básicos. El primero es
ser puesto aparte. Es como tener una canasta con 5 manzanas, y dos de
ellas son puestas aparte de las otras 3. En cierta forma puede decirse que
fueron santificadas. El segundo significado es ser diferente. Siguiendo
con el ejemplo, las 2 manzanas que fueron puestas aparte, deben ser distintas
de las otras dos en alguna o todas las características, sea sabor, textura,
color, etc. Una tercera idea cabe destacar. Si resultara que esas 2 manzanas
seleccionadas son iguales a las otras 3, no hay razón de mantenerlas aparte de
las otras. Si no hay punto de diferencia, pueden volver al canasto del cual
fueron sacadas. Y aún otra idea a resaltar en este ejemplo es que, en un
principio, esas 2 manzanas fueron seleccionadas sin tener mérito alguno, ya que
quien las escogió no sabía como estaba la pulpa, la parte interna de la
manzana. De nada habría servido que se guiara por la mejor apariencia de alguna
de ellas, ya que talvez por dentro pudieran tener un gusano.
Una vez analizado este ejemplo, podemos ahora sí hablar
más técnicamente. La santidad significa ser puesto aparte, ser diferente. El
cristiano, antes de su conversión, en nada se diferenciaba de las demás
personas que viven en este mundo. Aunque no fuera de ese tipo de persona cruel,
violenta, o degenerada, pero talvez era del tipo que simplemente vivía por
vivir, sin hacer daño a nadie, preocupándose nada más por sí mismo, y sus seres
queridos más cercanos. Incluso cuando muchas personas dicen ser diferentes por
su forma de vestir, por la música que escuchan, por el deporte que siguen, por
su trabajo, su carrera, etc., sin embargo siguen siendo parte del montón. Y de
estos tipos de personas existían y existen muchos en el planeta, por lo que
seguirán siendo tan comunes y corrientes como el resto de la gente.
Sin embargo, el día que decidió entregar su vida a
Cristo, y demostrar su compromiso con Dios a través de las aguas del bautismo,
todo cambió. Dejó de ser un común ser humano pecador, a ser uno de los salvos
por la sangre de Jesús. Dejó de ser cualquiera, a valer mucho. Dejó de formar
parte del montón, a formar parte de la iglesia de Cristo, el reino de Dios en
la Tierra. Ahora ya no es más un o una simple contador, comerciante,
electricista, maquillista, profesor, abogado, músico, agente de ventas, ingeniero,
arquitecto, ama de casa, padre de familia, metalero, reguetonero, emo, surfo,
futbolista, etc., etc. Ahora es un hijo de Dios, adoptado por Dios mismo a
través del pago hecho en la cruz por la sangre de Cristo. “Mas ahora que habéis
sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto
la santificación, y como fin, la vida eterna. Porque la paga del pecado es
muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro.”
(Rom 6:22-23)
Ahora hemos sido puestos aparte. Hemos pasado de la
canasta donde estaban todas las demás manzanas, a las manos del mismísimo
Creador. Y aún cuando seguimos conviviendo día con día con esas personas que no
han entregado su vida a Cristo, y aún cuando nuestra apariencia física sigue
siendo la misma, y aún cuando “este nuestro hombre exterior se va desgastando, el
interior no obstante se renueva de día en día.” (2 Corintios 4: 16) El ser
humano sin Cristo cada día envejece y degenera más tanto física como
espiritualmente. En cambio el cristiano comprometido siente cómo conforme pasa
el tiempo, va cambiando su mentalidad, su forma de ser, de llevarse con las
demás personas, de ver la vida, de ver los problemas, de manejar las
responsabilidades, todo va cambiando dentro de sí, acoplándose a la voluntad y
propósito de Dios. Llegará un día en el que pueda ver a su pasado y notar
cuanto ha cambiado, y cuantas cosas han quedado en el olvido. Todo esto es el
proceso de santificación en la vida del creyente.
Cabe señalar, tal como el ejemplo de las manzanas, que no
hubo mérito alguno para ser puestos aparte. Tan sólo con comprender que ser
parte del montón no llevaba a ningún lado, y que no tenía provecho alguno, y
que al contrario solo nos llevaría a una vida sin sentido, sin rumbo, y a la
perdición eterna, y luego de eso, desear un cambio, pero reconocer que por sí
mismo no se puede lograr, que se necesita de Alguien superior que nos haga
cambiar y tomar el rumbo correcto de la vida, que por fin se llegará a ser lo
que se debía ser de un principio, y con esto claro hacer lo que ese Ser
Superior diga que se debe hacer, es así como se entra en santidad y comunión
con Dios. Pero Dios nunca se fija en la apariencia externa, en nuestra madurez,
nuestra sabiduría, nuestra posición social, o incluso si somos menos o más
pecadores que el resto, ya que sabemos que ante los ojos de Dios no hay mejores
ni peores personas. Si nos dirigimos a 1 Corintios 1: 25-31, encontraremos que,
más bien a los más indignos, a los más inmerecedores de salvación, fue a los
que escogió, ya que “…lo necio del mundo escogió Dios para avergonzar a los
sabios; y lo débil del mundo escogió
Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado
escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se
jacte en su presencia.”
El llamado a la santidad
La santidad no es un privilegio de unos pocos, es un
derecho que tenemos todos como creyentes. No es únicamente para los miembros de
una iglesia en particular, por más que esta profese ser la verdadera. Tampoco
es privilegio de los de clase social más alta, los más adinerados, los más
famosos y reconocidos. Ni aun cuando podría parecer que es más fácil para los
más pobres vivir en santidad, esto es así. Tampoco es privilegio de quienes son
más estudiosos o preparados, que se les haga más fácil entender la Biblia. Nada
de lo que se tenga o no se tenga sobre la tierra puede hacer más fácil, o hacer
que se sea más merecedor de santidad. La verdad es que nadie merece más o menos
el favor de nuestro Dios.
No obstante, es también responsabilidad de todos los
creyentes aspirar a ser santos. Sin importar la edad, ni el conocimiento, ni la
madurez que se tenga, o aún los años en la iglesia que se lleve, es
responsabilidad de todo cristiano esforzarse por una vida santa y piadosa,
siempre recordando que no es algo de lo cual deba afanarse por alcanzar por sí
solo, sino que Dios mismo se hace cargo de ello. Recordemos: Dios nunca nos va
a pedir hacer nada que Él mismo no nos capacite para hacer. Ese es el significado
de Filipenses 4: 13: “Todo lo puedo EN CRISTO que me fortalece.”
Ahora bien, ¿Cuál es el propósito de la santidad? ¿Por qué
es tan necesaria e importante en la vida del creyente? Dice Heb 12:14: “Seguid
la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor.” Es
claro que Dios al ser santo, santo, santo, no puede congeniar ni estar en
sintonía con ninguna especie de mal o pecado. Sabiendo esto, y sabiendo que
nosotros mismos nunca íbamos a alcanzar la pureza para poder estar ante su
presencia, ideó el proceso de justificación llevado a cabo por Cristo en la
cruz. Ahora “…la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado.” (1
Juan 1: 7). Y ya con el problema resuelto, podemos venir a Su presencia
completamente confiados.
Sin embargo, no se trata de algo milagroso e instantáneo.
La santidad es algo que se trabaja día con día, por el resto de nuestras vidas.
La Biblia insiste en que la obra de Cristo en nosotros es un constante
perfeccionamiento. “Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos
siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la
vida eterna.” (Rom. 6: 22)
En el jardín del Edén, el hombre fue creado a imagen y
semejanza de Dios (Gén. 1: 26). Sin embargo, debido a la entrada al mundo del
pecado, esta imagen fue perdida, y el hombre degeneró. Pero ahora, con la
venida al mundo de Cristo, esa imagen nuevamente se hizo posible alcanzar, solo
que ya no de una manera instantánea, sino a través de ese proceso de
santificación llevado a cabo a través de toda la vida en el creyente. Y la
imagen a la cual está siendo formado no es otra que la de Cristo mismo. “Por
tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria
del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por
el Espíritu del Señor.” (2Co 3: 18) ¡No es acaso esto algo maravilloso! ¡El
propósito que Dios tiene en mente para nosotros, es que lleguemos a ser como
Cristo mismo! ¡Gloria sea al Señor!
El agente santificador
Como dijéramos anteriormente, el propósito de Dios en la
vida del creyente, una vez este se ha bautizado y se mantiene fiel a Dios, es
su santificación, y este es un proceso que se lleva a cabo dentro de sí mismo,
transformando su mentalidad y su comportamiento según la voluntad de Dios,
haciéndole cada vez más semejante a Cristo mismo. Pero, ¿cómo es esto posible?
¿De qué manera es que Dios hace esa obra en nosotros? Ciertamente no sentimos
nada especial dentro nuestro, ninguna voz que nos hable al oído, ninguna fuerza
sobrenatural que mueva nuestras manos, o paralice nuestros pies. Tampoco
tenemos una visión sobrenatural, donde todo el mundo se detenga, y una luz
resplandeciente del cielo nos deje ciegos. Dios hoy no trabaja de esta forma,
por más que muchas personas insistan en que sí es así. Por el contrario, la
forma de trabajar de Dios es completamente silenciosa, y siempre pasa
inadvertida, al punto que nos acostumbramos a ver sus maravillas y dejamos de
percibirlas. Es como el crecimiento de una planta, que sembramos una semilla un
día, y al otro día sigue sin verse, y al siguiente día está igual. Pero al
volver una semana o dos después ya se ven los brotes. Podemos compararlo
también con el soplido del viento, que no lo vemos de donde viene ni hacia
donde va (Juan 3: 8), pero sí sabemos que está presente.
De esa misma palabra de la que se traduce “viento”, es la
misma de la que viene “Espíritu”. Y es ese El encargado de nuestra
santificación: el Espíritu Santo. Como sabemos, desde el momento en que nos
bautizamos recibimos el don del Espíritu Santo (Hec. 2: 38). Esto quiere decir
que ahora Él mora dentro de nosotros, obviamente en una forma espiritual, tal
cual Él es, un Espíritu. No sentimos su presencia dentro de nosotros, ni
observamos ninguna acción sobrenatural en nuestro cuerpo, pero podemos estar
seguros de Su presencia dentro nuestro SIEMPRE. Sea donde sea, sea el momento
cual sea, ahí está dentro de nosotros.
Y no se trata de un huésped pasivo. No. Antes de Su
crucifixión, Jesús dejó muy claro cual iba a ser la obra del Espíritu. “Y yo
rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para
siempre; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en
vosotros… Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en
mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os
he dicho… Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia
y de juicio… Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a
toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará
todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir.” (Juan
14: 16-17, 26; 16: 8, 13)
“¿O ignoráis que
vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual
tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por
precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los
cuales son de Dios.” (1 Cor. 6: 19, 20). Cuando estamos dentro de un templo
católico, ¿Cómo nos comportamos? ¿Acaso salimos corriendo o pegamos gritos? No
verdad. Tenemos el máximo respeto, ya que es un lugar de reverencia hacia Dios.
¿Cuánta reverencia hemos de tener hacia nuestro propio cuerpo, siendo este
templo del Espíritu Santo? El Espíritu
Santo es como una persona, puede hacerse sentir mal (contristarlo, Efesios 4:
30) y apagarlo (1 Tes. 5: 19), esto al ignorarlo, ponerlo aparte, y no valorar
su presencia dentro nuestro. Así como una persona que desea y se preocupa por
nuestro bien, y que al ser ignorado deja de insistirnos, de igual forma si
nosotros no apreciamos su obra, puede llegar el peligroso punto de que deje de
trabajar en nosotros y nos estanquemos espiritualmente. Dios nos libre de tal
situación.
Algo que se debe destacar, y es de vital importancia, es
que el Espíritu no nos santificará por sí solo. Debe de tener a mano las
herramientas para poder trabajar, y debe tener a su vez un constante alimento
de Su fuente, Dios mismo. Sus herramientas son: la lectura y estudio de la
Palabra, puesto que Él mismo la inspiró, sabe perfectamente como usarla en
nuestro favor. Puede que a nosotros nos parezca extraño como por leer puede
cambiar nuestro carácter, pero para quien lo ha experimentado sabe que esto es
absolutamente verídico, ya que al final de cuentas la lógica de Dios no es la
nuestra. Además debemos entender que la Biblia es pura sabiduría divina, y es
una guía infalible ante cualquier situación que nos encontremos. La Palabra de
Dios no falla. La oración: como dijéramos anteriormente, el Espíritu Santo es
de Dios, ya que también es Dios mismo. Además, es el mismo Espíritu que
descendió sobre Jesús en forma como de paloma, y fue el que le capacitó para
hacer tan grandes obras en Su ministerio en la Tierra. También fue el que le fortaleció
para hacerle frente a todo el sufrimiento, y posterior muerte en la cruz. Y más
aún, fue El medio por el cual Dios le resucitó al tercer día de Su muerte. ES
EXACTAMENTE EL MISMO ESPÍRITU DE JESÚS EL QUE HOY MORA DENTRO NUESTRO, Y NOS
TRANSFORMA A ESA MISMA IMAGEN. Y así
como Jesús siempre mantuvo una constante comunión con el Padre, ya que sabía
que sin Él no sería capaz de enfrentar lo que debía, de igual forma nosotros
debemos vivir en una total y completa dependencia de Dios, y mantener esa misma
constante comunión con Él, dirigiéndonos en oración cada vez que haya
oportunidad. “Orad sin cesar, dad gracias en todo, porque esta es la voluntad
de Dios para con vosotros en Cristo Jesús.” (1 Tes. 5: 17, 18).
El compromiso
“Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y
todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la
venida de nuestro Señor Jesucristo.” (1Ts 5:23) Queda pues claro, que hay una
gran responsabilidad que recae sobre nosotros, pero que no es nada que nosotros
no podamos hacer. Se trata simplemente de mantener un compromiso y un interés
constantes por mantenernos en santidad ante Señor. De velar fielmente por no
hacer las cosas que a Dios le desagradan, sino al contrario cultivar los frutos
del Espíritu (Gal. 5: 19-21) cada día en toda circunstancia, y vivir cada
momento conscientes de Su presencia dentro de nosotros SIEMPRE, hagamos lo que
hagamos, pensemos lo que pensemos, digamos lo que digamos, Dios siempre está
presente en nuestra vida. Y al final de cuentas, algo que no a muchos les gusta
escuchar y pensar, pero que al final de cuentas es una completa realidad es lo
siguiente: “Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el
tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras
estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo.” (2 Cor. 5: 10).
IMPORTANTE: NO SE TRATA DE QUE NO PEQUEMOS. “Si decimos
que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en
nosotros.” (1 Juan 1: 8). Nadie en esta vida podrá decir que ya no peca, el
Único Ser Humano sobre la tierra que nunca pecó fue Jesús. De lo que sí se
trata es de reconocer eso, que somos humanos imperfectos que pecamos, pero que
“si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el
Justo.” (1 Juan 2: 1) Así que, cuando nos demos cuenta de que pecamos, no
perdamos el tiempo, vayamos directamente a Dios completamente arrepentidos por
haberle fallado, pidamos perdón con corazón sincero, y pidamos que ese no sea
impedimento para mantener nuestra comunión con Él. Que siga trabajando,
haciendo esos cambios que nosotros mismos no podemos hacer, y haciendo que cada
vez pequemos menos. Que ese proceso de perfección siga día con día, hasta el
momento que ya estemos listos para gozar de Su maravillosa y gloriosa
presencia. Mientras sigamos haciendo esto, y hagamos nuestra parte colaborando
con el Espíritu, esta realidad se hará más cercana día con día.
Queda algo más por decir:
Efe 4:22-24: “En cuanto a la pasada manera de vivir,
despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos, y
renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado
según Dios en la justicia y santidad de la verdad.”
1Ts 4:3-7 “…pues la voluntad de Dios es vuestra santificación;
que os apartéis de fornicación; que cada uno de vosotros sepa tener su propia
esposa en santidad y honor; no en pasión de concupiscencia, como los gentiles
que no conocen a Dios; que ninguno agravie ni engañe en nada a su hermano;
porque el Señor es vengador de todo esto, como ya os hemos dicho y testificado.
Pues no nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a santificación.”
Col 1:21-23 “Y a vosotros también, que erais en otro
tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha
reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros
santos y sin mancha e irreprensibles delante de él; si en verdad permanecéis
fundados y firmes en la fe, y sin moveros de la esperanza del evangelio que
habéis oído, el cual se predica en toda la creación que está debajo del cielo…”
El futuro para el creyente piadoso y esforzado en su
santidad, es simplemente indescriptible: “Y habrá allí calzada y camino, y será
llamado Camino de Santidad; no pasará inmundo por él, sino que él mismo estará
con ellos; el que anduviere en este camino, por torpe que sea, no se
extraviará.” (Isa 35:8)